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de un siervo miserable, todo simulado, es cierto, pero hay que convenir en que la comedia no se representa de otro modo.

Pues bien; si un sabio, bajado del cielo, comenzase de súbito a decir: «Este, a quien todos creen dios y señor, no es ni siquiera hombre, porque dejándose arrastrar por las pasiones, ha de ser reputado como un esclavo de ínfima condición, puesto que se complace en servir a tantos y a tan infames amos; este otro que llora la muerte de su padre, debiera alegrarse, porque ahora es, justamente, cuando comenzó a vivir, ya que esta vida no es otra cosa que la muerte misma; aquel que se jacta de su noble estirpe, plebeyo y bastardo se habría de llamar, porque está muy lejos de la virtud, que es la única fuente de nobleza.» Si este filósofo de mi ejemplo hablase de todo lo demás en esta guisa, ¿no se le tendría por un loco de remate? ¡Qué duda cabe! De la misma suerte que no hay nada más estulto que la sabiduría inoportuna, nada hay tampoco más imprudente que la prudencia mal entendida, porque es innegable que se equivoca de medio a medio el que pretende que la comedia deje de ser comedia y no sabe acomodarse al tiempo y a las circunstancias, o, por lo menos, traer a la memoria aquella regla de los banquetes que dice: O bebe, o lárgate. Por el contrario, el

verdadero prudente será el que teniendo en cuenta que es mortal, no se meta en libros de caballerías y considere que la mayor parte de los hombres, o se avienen a hacer como que no ven, o se engañan con mucha cortesía.

Pero esto-se pensará-no es más que estulticia. En manera alguna he de negarlo, con la única condición de que se reconozca que tal es el modo de representar la farsa de la vida.

a la más elevada sabiduria. Intole

rable condición de

los que el vulgo tiene por sabios.

¿Debo decir o debo callar lo que resta, oh La estulticia conduce dioses inmortales? Pero, ¿por qué he de callarlo, siendo, sin duda alguna, lo más verdadero? Acaso convenga, sin embargo, para tan alta empresa, impetrar el auxilio de las Musas de Helicona, a las cuales tan frecuentemente suelen invocar los poetas con ocasión de cualquier majadería. ¡Asistidme, pues, un momento, hijas de Júpiter, mientras demuestro que a nadie le es dado llegar a poseer la egregia sabiduría ni el tesoro de la felicidad como no le guíe la Estulticia!

Digo, primeramente, que es incontestable que todas las humanas pasiones pertenecen a mi reino, puesto que la marca que diferencia al necio del sabio, es que aquél se deja gobernar por ellas, y éste ajusta sus actos a la razón; y por eso los estoicos recomiendan

al sabio que se aparte como de la peste de tal género de desórdenes. Sin embargo, las pasiones, no sólo son los pilotos encargados de llevar al puerto de la sabiduría, sino que también suelen ser en toda función de virtud algo así como espuela y acicate que estimulan a obrar bien. Cierto es que Séneca, estoico a machamartillo, sostiene de un modo absoluto que el sabio debe desterrarlas todas; pero fácilmente se alcanza que al que siguiera esta máxima, no le quedaría nada de sér humano y, además, se convertiría en una especie de dios que nunca tuvo ni tendrá existencia real, o más exactamente, y para decirlo más claro, en una estatua de mármol con figura de hombre, pero insensible y por completo ajena a todo sentimiento. Así, pues, los estoicos pueden gozar enhorabuena de este su sabio y amarlo cuanto quieran, con tal de que se vayan con él a la ciudad de Platón, o, si les parece mejor, a la región de las ideas o a la huerta de Tántalo.

Nadie habría, en verdad, que no huyese horrorizado como de un monstruo o de un espectro, de un hombre de este linaje, sordo a todos los incentivos de la Naturaleza; de un hombre a quien ninguna clase de afectos ni de amor, ni de misericordia le hacen más mella que si fuese de pedernal o de roca,

quam si dura silex aut stet Marpesia cautes;

de un hombre a quien nada se le oculta y nunca se equivoca, porque, como Linceo, todo lo descubre, todo lo pesa y mide con minuciosidad; de un hombre que nada ignora, que sólo de sí mismo está contento y que se cree el único fuerte, el único prudente, el único soberano, el único libre y, en una palabra, el único en todas las cosas, aunque claro es que únicamente en su opinión; de un hombre que no convive con los amigos, porque no tiene ninguno; de un hombre, en fin, que no repararía en mandar ahorcar a los mismos dioses, y que todo cuanto ve hacer a los demás, o lo censura duramente o lo pone en solfa. Tal es el bicho raro a quien se ha considerado como el prototipo del sabio. Ahora decidme: si fuera caso de elección, ¿qué nación elegiría un gobernante de esta calaña, o qué ejército lo designaría para general? ¿Qué mujer querría un marido semejante? ¿Qué anfitrión tal convidado? ¿Qué siervo le tomaría por amo o sería capaz de soportarlo? Y por eso, ¿quién no ha de preferir a uno cualquiera de la plebe, que, siendo estulto, podrá mandar u obedecer a los estultos, y que será, como el que más, agradable a los otros hombres, afectuoso con su mujer, alegre con sus amigos, atento con sus convidados, afable con quien le convide, y, por último, que nada que sea humano ha de reputarlo ajeno a su persona?

Mas como ya voy sintiendo lástima de este sabio infeliz, vuelvo a hablar de los demás bienes que reporto, que es materia más

amena.

Las calamidades hu

Oid. Si alguien desde una eminente altumanas remediadas ra, mirase en torno de sí, como hace Júpiter por la Estulticia. muchas veces, según dicen los poetas, vería Favores especiales cuán numerosas son las calamidades que aflique dispensa a los viejos y a las vie- gen a la existencia humana, lo miserable e jas. inmundo del nacimiento, lo penoso de la crianza, los rigores a que se halla expuesta la niñez, las fatigas a que está sujeta la juventud, las molestias de la ancianidad, lo inexorable de la muerte. Vería también la multitud de enfermedades que ponen en peligro la vida, los infinitos accidentes que la amenazan, las muchas desgracias que sobrevienen y cómo no hay nadie que no esté rebosando hiel. Prescindo ahora de los daños que el hombre sufre por causa del hombre, cuales son, por ejemplo, la pobreza, la cárcel, la deshonra, la vergüenza, la tortura, las asechanzas, la traición, las injurias, los litigios, los fraudes (¡parece que intento contar las arenas del mar!); pues no es mi objeto, en el presente discurso hallar la razón de que los hombres hayan merecido tales castigos, ni averiguar quién fué el dios airado al que

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