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tante, y a menudo anteponen estos calabacines a los ceñudos sabios, que sólo por mera vanidad acostumbran a sustentar en sus casas. El motivo de tal preferencia, no creo que a nadie se le oculte ni le sorprenda, pues, en efecto, los mencionados sabios, engreídos con su doctrina, no suelen hablar a los príncipes y potentados más que de cosas tristes, sin reparar en que, a veces, estén afeitando delicadísimas orejas con la áspera verdad,

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auriculas teneras mordaci radere vero.

En cambio, los bufones mantienen las chanzas, los pasatiempos, las carcajadas, que es lo que más se estima en los palacios, y tened la evidencia de que sólo ellos son sinceros y verídicos, cualidad de los estultos, que no es, por cierto, despreciable; porque ¿dónde hay nada más digno de alabanza que la verdad? Aunque Platón hiciese decir a Alcibiades que sólo se halla en la infancia y en el vino, toda la estimación en que es tenida, a mí especialmente se me debe, y así lo pensó Eurípides, autor de aquel proverbio, por nosotros tan repetido, y que reza que los tontos no dicen más que tonterías. El tonto, lo que lleva en el pecho es lo que lleva en la cara y lo que le sale por la boca; pero los sabios tienen dos lenguas, como afirmó también el mismo Eurípides, una de las cuales dice la verdad, y la

otra únicamente lo que según las circunstancias conviene que se diga; para ellos, es blanco lo que ayer era negro, o es frío ahora lo que antes era caliente, porque hay una gran distancia entre lo que esconden en su interior y lo que fingen con sus palabras.

A pesar de sus esplendores, la existencia de los príncipes me parece infelicísima, por faltarles quien les diga la verdad y tener a su lado aduladores en lugar de amigos. Se contestará que los oídos de los príncipes la aborrecen, y que por esto mismo huyen de los sabios, temiendo, acaso, tropezar con alguno excesivamente franco que se atreva a decirles algo más verdadero que divertido. Peligroso es, sin duda, ir a los reyes con claridades; pero aun este peligro tórnase como por milagro en provecho de mis fatuos, para que, no ya las verdades, sino hasta las injurias calificadas se les escuchen con deleite, y se dé el caso de que aquello que dicho por un sabio le llevaría a la horca, produzca en labios de un imbécil contentamiento increíble.

Posee la verdad cierta natural virtud de agradar, siempre que no haya en ella nada que moleste; pero este privilegio tan sólo a los estultos les fué concedido por los dioses. De aquí que, por lo general, gusten tanto las mujeres de los hombres de esta calaña, pues siendo por su propia inclinación amigas de

bromas y deleites, todo lo que hacen con pretexto de ello, aunque sea grave en grado su

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perlativo, achácanlo a juegos y chanzas, porque su sexo es singularmente ingenioso cuando se trata de hallar disculpa a los deslices.

Volviendo a la felicidad de los fatuos, digo que pasan la vida muy alegremente y, al fin, sin haber tenido miedo ni noción de la muerte, vanse derechitos a los Campos Elíseos a recrear con sus gracias a las almas piadosas y desocupadas. Compárese ahora a cualquier sabio con un loco de esta clase, aunque para ello se suponga un verdadero dechado de sa

biduría, y en él veremos solamente un ser que gastó su infancia y su adolescencia en aprender diversas disciplinas; que perdió lo mejor de su vida en constantes vigilias, cuidados y fatigas; que en el tiempo restante no gustó ni tanto así de deleite; un hombre siempre sobrio, siempre pobre, siempre triste y severo, áspero y riguroso para sí mismo, aborrecible para los demás, de horrenda palidez, flaco, enfermizo, legañoso, con aspecto de viejo, que prematuramente encanece y prematuramente se marcha al otro mundo, aunque nada le importe morir a quien jamás vivió. Ahí tenéis la gloriosa imagen de un sabio.

tulticia con la lo

cura. Clases de locura.

Pero de nuevo volverán a la carga las ra- Relaciones de la esnas del Pórtico, quiero decir los estoicos: «No hay-murmurarán infortunio mayor que la locura, y a ella es muy parecida la estulticia declarada, o, hablando con mayor exactitud, es la locura misma, porque enloquecer no es otra cosa que sufrir el extravío de la razón. >> Mas los que así piensen se engañan de medio a medio, y voy a deshacer tal silogismo, contando con el favor de las Musas.

Efectivamente; trátase de un puro sofisma, y así como Sócrates, según dice Platón, enseñaba que en una Venus pueden verse dos

Venus, y en un Cupido dos Cupidos, debieran estos dialécticos distinguir entre una y otra clase de locura, si es que aspiran a pasar por cuerdos. No puede, en verdad, admitirse que toda locura sea una desgracia, pues de otro modo no hubiera escrito Horacio

An me ludit amabilis insania,

ni Platón habría colocado entre las mayores excelencias de la vida la exaltación de los poetas, la de los oráculos y la de los amantes, ni la Sibila hubiese llamado locuras a los trabajos de Eneas.

Realmente, hay dos especies de locura: una, es la que las Furias engendran en el Infierno cuando lanzan las serpientes que despiertan en el pecho de los mortales, ya la pasión de la guerra, ya la insaciable sed del oro, ya un infame y abominable amor, ya el parricidio, ya el incesto, ya el sacrilegio, ya cualquier otro designio depravado, o cuando, en fin, alumbran la conciencia del culpable con la terrible antorcha del remordimiento. Pero hay otra locura muy distinta que procede de mí, y que por todos es apetecida con ansia excepcional; manifiéstase ordinariamente por un cierto alegre extravío de la razón que a un tiempo mismo liberta al ánimo de sus cuidados angustiosos y devuelve el perfume de múltiples deleites, y tal extravío es el que,

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