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convencerse de todo lo contrario, si reparasen en algunos de los ejemplos que los animales nos ofrecen. ¿Cuál de ellos es, en efecto, más adulador que el perro, y, de otra parte, cuál es más fiel? ¿Cuál es más manso que la ardilla y más amigo del hombre? Ninguno, ciertamente, a no ser que se crea que se avienen mejor con la condición humana la del feroz y altivo león, la del tigre carnicero y la del iracundo leopardo. Cierto que hay una clase de adulación completamente abominable, que es la que emplean algunos pérfidos bufones para perder a los incautos; pero la mía, como procede de la ingenuidad y de la ternura de corazón, está mucho más cerca de la virtud verdadera que esa otra virtud que se pretende oponerla, y la cual, como dijo Horacio, es impolítica, impertinente, desaliñada y molesta. Aquélla levanta el ánimo abatido, alegra a los tristes, vigoriza a los débiles, despabila a los torpes, alivia a los enfermos, doma a los soberbios, reconcilia a los enamorados, mantiene las reconciliaciones, engatusa a la infancia para inducirla al estudio de las Letras, regocija a los viejos, amonesta y enseña a los príncipes bajo forma de ficciones y sin ofensa alguna, y logra, en fin, que cada cual sea más agradable y más indulgente para sí mismo, que es, sin duda, parte esencialísima de la felicidad. ¿Qué servicio

más útil puede imaginarse que el que se prestan dos mulos cuando se rascan mutuamen

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te? Pues siendo así, no hay que decir que un servicio semejante es de gran provecho para la fama de los oradores, mayor para la de los médicos, mucho más grande aún para la de los poetas y, en suma, la sal y pimienta de toda relación humana.

Para tener la felici

Pero el engañarse-se dirá-es deplorable. dad, basta creer A lo que yo contestaría que lo verdaderamenque se tiene. te digno de compasión es no engañarse nun

ca. Están en un error, ¿qué duda cabe?, los que suponen que la dicha humana se halla en las cosas mismas y no en el concepto que de ellas se ha formado, porque es tal su oscuridad y su variedad, que a nadie le sería posible discernirlas, como acertadamente dijeron los académicos, que son los menos inaguantables de todos los filósofos; pero, aun dando por supuesto que se pudiera conseguir diferenciarlas, es casi seguro que fuera con perjuicio de la alegría de la vida, pues el espíritu humano está hecho de tal suerte, que le es más accesible la ficción que la verdad. Si alguien desea una prueba palpable y evidente de este aserto, no tiene más que ir a una iglesia cuando haya sermón, y allí verá que si se habla de algo trascendental y serio, la gente bosteza, se aburre y acaba por dormirse; pero si el arador (me he equivocado, quise decir el orador) comienza, como es frecuente, a contar algún cuento de viejas, todos despiertan, atienden y abren un palmo de boca. Del propio modo, si se celebra la fiesta de un Santo fabuloso o poético (y si queréis ejemplos, ahí tenéis a San Jorge, a San Cristóbal y a Santa Bárbara), observaréis que se los venera con mucha mayor devoción que a San Pedro, a San Pablo y que al mismo Jesucristo.

Mas dejando tal materia, que no es del mo

mento, ¡cuánto menos cuesta llegar a una felicidad de esta clase, tanto en el caso de que el conocimiento de las cosas en sí proporcione positivo beneficio, como en el caso de que la utilidad sea insignificante, cual puede serlo, verbi gratia, la que reporta el estudio de la Gramática! El hombre adopta con mayor facilidad aquellas ideas que con más holgura conducen a la dicha, y, si no, decidme: si alguno comiera un pescado tan podrido que ni el olor pudiera aguantar otra persona, y a él, sin embargo, le supiese a gloria, ¿qué le importaba para considerarse feliz? Por el contrario, si a uno le diese náuseas el salmón, ¿de qué le serviría este bocado para su contento? Si alguien tuviera una mujer muy fea y se hallase, no obstante, persuadido de que podría sufrir el parangón con la misma Venus, ¿no sería idéntico para el caso que si en realidad fuera hermosa? Si el poseedor de una tabla, malamente embadurnada de ocre y bermellón, la admirase, convencido de que era debida al pincel de Apeles o al de Zeuxis, ¿no estaría tan ufano como el que por elevado precio comprase un cuadro de un reputado pintor, y aun es probable que el júbilo de éste no igualase al del primero? Yo conocí a cierto sujeto de mi mismo nombre que de recién casado regaló a su esposa unas joyas falsas, haciéndole creer (pues fué famoso tra

pacero), no sólo que eran buenas y naturales, sino también rarísimas y de valor inesti

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mable; y yo pregunto: ¿qué le importaba a aquella mujer el engaño, si los trozos de vidrio, no por serlo recreaban menos su vista ni su ánimo, y, además, los guardaba cuidadosamente cual si en ellos hubiese tenido algún riquísimo tesoro? En tanto, el marido habíase ahorrado el gasto y se divertía con la ilusión de su mujer, que no se le mostraba menos agradecida que si le hubiese hecho un regalo muy costoso.

No vayáis a suponer que los que en la ca.

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