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Liberalidad de la
Estulticia.

verna de Platón se deleitaban con las diferentes sombras e imágenes de las cosas, deseaban absolutamente nada más, ni que tales espectros les producían menor satisfacción que la que a aquel sabio que salió de la cueva le produjo la contemplación de las cosas mismas; y si al Micilo de que nos habla Luciano le hubiera sido posible soñar perpetuamente aquel áureo sueño de riquezas, no hubiera tenido motivo alguno para anhelar otra dicha.

Por tanto, o no hay diferencia entre estultos y sabios, o, si la hay, es a favor de aquéllos; primero, porque su felicidad cuesta menos, ya que, para tenerla, basta creer que se tiene; y, segundo, porque la comparten con muchas más personas, y es sabido que no hay goce verdadero como no sea en compañía.

¿Quién ignora lo poco que abundan los sabios, si es que puede encontrarse alguno que lo sea? En toda la historia de Grecia, como sabéis, solamente se cuentan siete, y, ¡vive Hércules!, que, si se apretara un poco la mano, me dejaría ahorcar como se hallase entre ellos la mitad de un sabio, o, mejor dicho, la cuarta parte de un sabio. De aquí que de las muchas razones que se tienen para adorar a Baco, sea la principal la de que ahuyenta

los cuidados del ánimo, aunque por corto tiempo, pues en cuanto se duerme la mona, vuelven raudas las intranquilidades a atormentar el espíritu. En cambio, mis beneficios son más cumplidos y, al par, más duraderos, porque, sin el más mínimo interés, produzco cierto modo de constante embriaguez e infundo en la mente la inclinación a la alegría, a las danzas y a los placeres. Además, yo no dejo a ningún nacido sin participación en mis favores, al revés de lo que hacen los otros dioses, que solamente los dispensan a ciertos escogidos, y, por eso, no todas las tierras dan el vino generoso y suave, puro y sin mezcla, que espanta las penas y es compañero de la espléndida esperanza; a pocos se les concede la belleza, gracia de Venus; a más pocos aún la elocuencia, don de Mercurio; no son muchos los que logran la riqueza, dádiva de Hércules; el gobierno no le otorga a cualquiera Júpiter Homérico; frecuente es que Marte no dé la victoria a ninguno de los ejércitos contendientes; son incontables los que se retiraron cabizbajos del trípode de Apolo; continuamente amenaza Saturno; Febo, de vez en cuando, dispara el dardo de la peste; son más los que Neptuno aniquila que los que salva, y paso por alto a los Vejoves, Plutones, Atas, Pœnas, Febres y otros ejusdem farinæ, que, más bien que dioses, diríase que

son verdugos. Sólo yo, la Estulticia, soy la

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Culto universal de la

Estulticia.

que, con magnífica liberalidad, abro mis brazos a todos los mortales, sin distinción alguna.

Ni reparo en ofrendas, ni me encolerizo reclamando la expiación por haber sido omitido algún detalle del ritual, ni conmuevo cielo y tierra cuando alguien ha invitado a los demás dioses dejándome a mí en casa y negándome el humo de los sacrificios. Porque debe saberse que entre aquéllos es tal la impertinencia, que, en vez de darles culto, casi

sería mejor y menos peligroso no hacerles maldito el caso, pues sucede con ellos lo mismo que con esas personas de tan agria condición y de tal modo propensas a la ira, que es preferible tenerlas completamente apartadas de sí, a tenerlas como amigas. Sin embargo, se dirá, no hay nadie que sacrifique en honor de la Estulticia ni quien levante templos en su obsequio. Así es, y ciertamente que me sorprende un poco tamaña ingratitud; pero aun esto mismo, gracias a mi indulgencia, lo estimo como un bien, ya que en manera alguna puedo desear honores semejantes. ¿Por qué he de exigir yo el incienso, o la torta, o el macho cabrío, o el puerco, cuando todos los hombres y todos los pueblos me rinden aquel culto que, como el más excelso, proclaman los teólogos? ¿Voy a envidiar a Diana porque los hombres le ofrezcan su sangre en holocausto? Mucho más fervorosamente adorada me considero yo, cuando veo que, por doquier, todos me tienen en su corazón, me confiesan en sus actos y me imitan en su vida, género de devoción que no es frecuente hallar ni aun tratándose del culto de los Santos cristianos. ¡Cuántos llevan velas a la Virgen para que luzcan al mediodía, que es precisamente cuando no hacen ninguna falta, y, en cambio, cuán pocos son los que procuran imitarla en la castidad, en la

humildad y en el amor a las cosas divinas, que son los homenajes más gratos para el Cielo! Y, de otra parte, ¿por qué he de ambicionar que se me erijan templos, cuando todo el orbe es templo mío, sin duda, el más espléndido de todos, y en el que no faltarán fieles sino allí donde falten los hombres?

Tampoco soy tan necia que reclame imágenes de piedra pintadas de colorines, cosa que perjudicaría a veces a mi culto, pues hay gente tan insensata y tan roma de ingenio,

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que adora las representaciones de los Santos en lugar de adorar a los Santos mismos, y

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