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la luna la inenarrable confusión de los hombres, juzgaríais estar viendo una nube de moscas y mosquitos riñendo entre sí, peleando, armándose trampas, robándose, burlándose mutuamente, holgándose, naciendo, enfermando y muriendo. ¡Ah!, no podéis imaginar la agitación y las tragedias que se producen entre estos insignificantes animalillos que tan fácilmente perecen, puesto que a veces una pequeña guerra, o el azote de una epidemia, arrebatan y aniquilan en un instante a millares de ellos.

mática.

Pero yo misma soy estultísima y muy me- Los maestros de Grarecedora de que Demócrito se ría de mí a mandíbula batiente, al pretender enumerar las

formas que en las gentes comunes revisten la estulticia y la locura. Voy, pues, a ocuparme no más que de los que gozan de la reputación de sabios, y que, según la frase vulgar, han alcanzado los laureles de Minerva.

Entre todos ellos, ocupan el primer lugar los maestros de Gramática, casta que sería, sin disputa, las más desgraciada, la más aflictiva y la más dejada de la mano de los dioses, si yo, compadecida cordialmente de los de tan aperreada profesión, no mitigase sus desdichas con cierto género de dulce locura. Sobre éstos, no sólo han caído las cinco xaτápa, o sea las cinco maldiciones de que nos habla el epigrama griego, sino cinco mil, pues siempre les veréis mugrientos y famélicos en sus escuelas (¡escuelas, dije; mejor haría en llamarlas letrinas o ergástulas!) y rodeados de una tropa de rapaces que les hacen encanecer a fuerza de desazones, que les aturden con sus gritos y que les pudren con sus hedores y marranadas. Gracias, no obstante, a mis beneficios, estímanse como los primeros entre los hombres. Hay que ver de qué modo se engrien cuando la espantada chiquillería tiembla ante su cara y su voz; cuando con la palmeta, con la vara y con las

correas, abren las carnes a los menguados, y cuando, a medida de su capricho, hácenles a

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todos víctimas de sus rigores, imitando al asno de Cumas; entonces, su estrechez les parece lujo; huelen con fruición la hedionda porquería, y su misérrima esclavitud se les antoja un reino, hasta el punto de que no cambiarían el poder tiránico que ejercen por los imperios de Falaris o de Dionisio. Pero todavía son mucho más dichosos cuando creen haber hecho algún descubrimiento en el arte que cultivan, porque aunque no sepan hacer otra cosa que llenar de vaciedades la mente de los

niños, no obstante, ¡oh dioses benignos!, ¿quién sería el que no tuviese por un par de petates a Palemón y a Donato al compararlos con ellos? Y no sé de qué ilusión mágica se valen para que las tontas y pobres madres y los padres ignorantes les reconozcan los méritos de que blasonan. Únase a estas satisfacciones la que reciben cuando en algún documento apolillado encuentran, por ejemplo, el nombre de la madre de Anquises, o dan con alguna palabreja ignorada por el vulgo, como bubsequa, bovinator o manticulator; no digo nada si topan con algún pedrusco. antiguo en el que lean una mutilada y borrosa inscripción, porque entonces, ¡oh Júpiter, qué` transportes, qué victoria, qué ponderaciones, pues no parece sino que han conquistado el África o tomado a Babilonia! Por último, cuando recitan sus versos desmayados e insulsos (y nunca falta quien se los elogie), creen de buena fe que el espíritu de Virgilio ha reincarnado en su persona.

Pero nada más divertido que ver a dos de estos desgraciados prodigándose mutuas alabanzas, es decir, rascándose recíprocamente; guay, sin embargo, si por acaso uno de ellos comete el más ligero desliz en el empleo de un vocablo y el otro tiene la suerte de pescárselo, porque al punto, ¡qué zalagardas y qué peleas se arman, vive Hércules!, ¡de qué

modo se insultan y se denuestan! Y que me falte el favor de los gramáticos si exagero en lo más mínimo. Yo he conocido a cierto omnisciente que sabía griego, latín, Matemáticas, Filosofía, Medicina y no sé cuántas cosas más, que, siendo ya sexagenario, arrinconó todos los libros para dedicarse exclusivamente a la Gramática, con la que por cerca de veinte años se devanó los sesos de una manera cruel, diciendo que sería completamente dichoso si le fuera dado vivir solamente el tiempo preciso para determinar el modo de distinguir las ocho partes de la oración, asunto en que hasta ahora, y a su juicio, ni los griegos ni los latinos han hecho nada que valga un rábano.

Esta gente considera poco menos que casus belli el que se confunda una conjunción con un adverbio, y de aquí que habiendo tantas gramáticas como gramáticos, o, mejor dicho, más (pues sólo mi querido Aldo ha impreso más de cinco diferentes), no dejen ninguna sin hojear ni registrar, aun cuando esté oscura y bárbaramente escrita, para no tener que envidiar ni que temer a nadie que se dedique a estas especulaciones, aunque se trate del mayor ignorante que podáis imaginaros, y no verse expuestos a que se malogren tantos años de trabajo.

¿Cómo queréis que llame a esto, locura o

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