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hasta que uno y otro paladín, dando por bien reñida la contienda, retíranse cada cual por su lado, cantando victoria y adjudicándose los laureles del triunfo. Claro es que de esto, siendo como es estultísimo, se ríen los sabios, ¿quién lo niega?; pero entretanto, y gracias a mi favor, les hago tan agradable la existencia, que no cambiarían sus glorias por la de los mismos Escipiones. No obstante, los sabios mencionados, que de tan buena gana se ríen y con tanto gusto gozan de la locura ajena, no es poco lo que me deben a su vez, y no podrán por menos de reconocerlo así, como no sean grandemente ingratos conmigo.

Los Jurisconsultos y los Dialécticos.

Los Jurisconsultos reclaman entre los doctos el primer lugar, y cierto es que ningunos otros se muestran tan satisfechos de sí mismos cuando, al modo de nuevos Sísifos, suben eternamente la piedra urdiendo en su cabeza un cúmulo de leyes, sin importarles un comino que vengan o no vengan a pelo, amontonando comentario sobre comentario, opinión sobre opinión y haciendo creer que sus estudios son los más difíciles de todos, por reputar que lo más penoso es por lo mismo lo más excelente.

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Aseméjanse a ellos los Dialécticos y los Sofistas, hombres locuaces, que adondequiera que estén meten más ruido que los bronces de Dodona, pues uno solo podría habérselas con veinte rabaneras escogidas. Serían, sin embargo, más felices si en la misma medida que son charlatanes, no fuesen también tan terribles camorristas que por un quítame allá esas pajas, arman feroces peloteras, si bien las más veces, a fuerza de porfiar, la verdad se les escapa de las manos; pero, a pesar de ello, el Amor propio les hace dichosos, y pertrechados con dos o tres silogismos, no vacilan en atreverse a hablar de todo ni en discu

Los Filosofos.

tir con cualquiera, porque su misma pertinacia los hace invencibles, aunque les pusierais enfrente al propio Estentor.

Vienen después de éstos, los Filósofos, hombres de barba y capa reverendas, que dicen ser los únicos que saben, pues están persuadidos de que el resto de los mortales no son más que las sombras errantes de que ha

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bla Homero. ¡Oh, cuán dulcemente deliran cuando forjan los mundos a su antojo; cuando miden como por pulgadas y con cuerda el

sol, la luna, las estrellas y los orbes; cuando, sin vacilar un punto, explican las causas del rayo, de los vientos, de los eclipses y de todos los demás fenómenos inexplicables, del mismo modo que si estuviesen en el secreto de la Naturaleza, artífice del Universo, o como si para ello sólo hubieran venido a la tierra procedentes del Consejo de los dioses!

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Inútil es decir que la Naturaleza se ríe en grande de ellos y de sus hipótesis, porque nada saben con certeza, como lo demuestran palmariamente las magnas polémicas que mantienen entre sí acerca de las cosas cuyo

Los Teologos.

fundamento nos es desconocido; pero si bien es innegable que no saben absolutamente una palabra, esto no es obstáculo para que digan que lo saben todo; y el que no se conozcan a sí mismos, ni vean el precipicio en que pueden caer, o la piedra en que pueden tropezar, sea porque de ordinario son casi ciegos, sea por tener la cabeza a pájaros, no les impide tampoco ufanarse de percibir las ideas, los universales, las formas abstractas, las quidditates, las ecceitates, las formalidades, conceptos, en verdad, tan extremadamente sutiles, que, a mi juicio, no alcanzaría a descubrirlos ni el mismo Linceo. Sienten por el profano vulgo un desdén olímpico, sólo porque han aprendido a trazar unos cuantos triángulos, cuadrados, círculos y demás figuras matemáticas, inscritas unas en otras e intrincadas a modo de laberinto, y, como si esto fuera poco, a escribir unas letras dispuestas en forma de ejército, cuya colocación, muchas veces repetida, ofusca a los ignorantes. No faltan entre ellos algunos que predicen el porvenir consultando a los astros y prometiendo mayores prodigios que los de la magia, ni tampoco dejan de encontrar papanatas que se traguen sus embolismos.

Acaso fuera más conveniente pasar en si

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