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los muelles como a Príapo al contemplar una noche las execrables brujerías de Canidia y Sagana. Motivo, ciertamente, hubo para ello, porque, ¿cuándo se vió tan fantástico exordio en boca de Demóstenes el griego o de Cicerón el latino? Tenían éstos por defectuoso todo proemio cuya materia sea extraña al objeto de la oración, idea que hasta un porquerizo comprendería sin otro auxilio que el de sus luces naturales; pero los doctos de ahora entienden que sus preámbulos (así los llaman) solamente serán dignos de las alabanzas de los retóricos eximios cuando no tengan la más remota relación con el resto del discurso, o cuando el maravillado oyente no murmure entre sí: ¿adónde irá éste a parar?

Quo nunc se proripit ille?

Tercer punto: si en la exposición citan, por ventura, algún pasaje del Evangelio, lo comentan de prisa y corriendo, siendo así que de esto sólo debieran ocuparse. Cuarto punto: adoptando una nueva posición, promueven un tema teologal que, a veces, nada tiene que ver ni con el cielo ni con la tierra, cosa que, según parece, está recomendada por las reglas del arte, y como a los teólogos les complace sobremanera oír los títulos rimbombantes de doctores solemnes, doctores sutiles, doctores sutilisimos, doctores se

ráficos, doctores querúbicos, doctores santos, doctores irrefragables, entonces viene el deslumbrar al vulgo ignaro con un diluvio de silogismos, mayores, menores, conclusiones, corolarios, suposiciones y otra porción de insulsas majaderías archiescolásticas. Después de lo cual, llega el quinto y último punto, en el que conviene mostrarse como consumado maestro; para ello, cuentan algún chascarrillo necio y soez, sacado del Speculum Historiale o de las Gesta Romanorum, y lo interpretan alegórica, tropológica y anagógicamente, y con esto dan fin a la quimera que han forjado, tan grandemente disparatada,

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que, a su lado, quedaría en mantillas la del Humano capiti, de Horacio.

Aprendieron de no sé quién que el exordio ha de ser sosegado, y que debe pronunciarse sin levantar mucho la voz, y de aquí que digan los exordios de sus sermones de tal modo, que no les oye ni el cuello de la camisa, como si se hubiesen propuesto que nadie pudiera entenderlos; aprendieron, además, que, a veces, para mover el ánimo se ha de usar de las exclamaciones, y por eso, siguiendo tal precepto, salen a lo mejor dando unas voces formidables, sin fijarse en si lo requiere la ocasión, y aunque les digáis que están locos y que harían bien en ponerse en cura, clamaréis en vano, porque os oirán como el que oye llover; aprendieron, asimismo, que es conveniente que el acento vaya aumentando en vehemencia, por lo cual en algunos períodos, cuyos comienzos no los pronunciaron del todo mal, principian de improviso a gritar como energúmenos, aunque el asunto sea frívolo y sin sustancia; pero, en cambio, cuando los terminan, cualquiera creería que se les escapa el alma por la boca. Por último, han aprovechado también las obras de los retóricos que trataron de la risa, y por esta razón procuran salpimentar sus sermones con algunos chistes que son, por Venus, tan graciosos y oportunos, que verda

deramente diríais al oírlos estar viendo a un asno cantando al son de la lira. A las ve

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ces, son mordaces; pero, aun en este caso, halagan más bien que lastiman, porque nunca parecen más lisonjeros que cuando quieren dar a entender que hablan francamente y sin ambages. Finalmente, de tal manera se ajustan siempre a este estilo, que juraríais que lo han aprendido de los charlatanes de plazuela, a los cuales dan quince y raya, aunque bien mirado unos y otros se llevan tan poco, que nadie sabría decidir quién a quién le en

señó el oficio, si los charlatanes a estos retóricos o estos retóricos a los charlatanes.

Y, sin embargo, gracias a mí, hallan gentes que al escucharlos se figuran estar oyendo a Demóstenes o a Cicerón. Entre tales personas, encuéntranse, principalmente, los comerciantes y las mujeres, a quienes procuran hablarles sólo de lo que les agrada; a los unos, porque si son adulados con oportunidad, suelen partir con ellos tal cual migaja de la presa de los bienes mal adquiridos, y a las otras, porque saben muchos de sus secretillos y, sobre todo, porque a ellos les van a contar sus cuitas cuando tienen alguna queja de sus maridos.

Supongo que habréis visto con claridad lo mucho que me deben estos hombres que con unas cuantas fórmulas, voces y ridículas simplezas, se creen iguales a San Pablo y a San Antonio, y ejercen una especie de tiranía sobre los mortales.

Los Reyes y los
Principes.

Pero dejemos ya en buen hora a esos histriones que con tanta ingratitud disimulan mis beneficios cuanto audazmente fingen la devoción, pues hace rato que deseo hablar de los Reyes y los Príncipes, de quienes recibo

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