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conmmisimus; Saúl pide misericordia a David fundándose en que había obrado estultamente: Apparet enim quod stulte egerim, y el mismo David impetra la benevolencia de Dios rogándole que no le haga culpable de su maldad porque había procedido como estulto: Sed precor, Domine, ut transferas iniquitatem servi tui, quia stulte egimus; es

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decir, que parece que no es posible implorar el perdón sin que se invoque para ello la estulticia y la ignorancia. Pero el más vigoroso argumento de mi aserto es que cuando Cristo en la cruz pidió por sus enemigos, exclaman

do: ¡Padre, perdónalos!», no alegó en su favor otra disculpa sino su ignorancia, al añadir: «porque no saben lo que hacen». Del propio modo, San Pablo escribe a Timoteo haber alcanzado la divina misericordia porque su incredulidad fué el efecto de su ignorancia: Sed ideo misericordiam Dei consecutus sum, quia ignorans feci in incredulitate, ¿qué significa la frase «obré como ignorante >> (ignorans feci) mas que fué incrédulo por estulticia y no por maldad? ¿Y qué otra cosa quiere decir con las palabras «por esta razón he conseguido la misericordia» (ideo misericordiam consecutus sum), sino que no la hubiera alcanzado sin buscar su defensa en la estulticia? El salmista (de quien no me acordé en el lugar oportuno) viene también en mi abono cuando suplica al Señor que olvide los pecados de su juventud y de sus extravíos: Delicta juventutis meæ et ignorantias meas ne memineris. ¡Ya veis qué par de excusas!; la temprana edad, de la que yo soy, por lo general, constante compañera, y los extravios, cuyo número infinito nos revela la fuerza incontrastable de la estulticia.

Las excelencias de la

Para que esto no sea el cuento de nunca Estulticia com acabar, y abreviando mi plática, diré que paprobadas en las rece evidente que la religión cristiana guarda

cierta afinidad con la estulticia, y que, en cambio, se aviene muy poco con la sabiduría. Si queréis una prueba de ello, reparad, primeramente, en que los niños, los viejos, las mujeres y los tontos gustan grandemente de las cosas religiosas y de las ceremonias del culto, y por eso los veréis siempre próximos al altar, llevados tan sólo de su natural inclinación; recordad, después, que los fundadores del cristianismo fueron hombres simplicísimos y enemigos acérrimos del saber, y, por último, fijaos en que no hay locos que hagan mayores extravagancias que aquellos a quienes el ardor de la religión los embarga

prácticas y sentimientos de la devoción y con la idea de la vida ultraterrena.

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por completo, pues los vemos malversar sus bienes, despreciar las ofensas, sufrir los engaños, no distinguir entre amigos y enemigos, aborrecer los deleites, complacerse en los ayunos, en las vigilias, en las tribulaciones, en los trabajos y en las afrentas; sentir el enojo de la vida, no desear más que la muerte, y, en suma, mostrarse como hombres que habiendo perdido en absoluto los sentimientos y condición de los demás mortales, tuviesen el espíritu ausente de su sér. Ahora bien: ¿qué otra cosa es esto sino volverse loco? Por eso no debe extrañarnos que algunos creyesen que los Apóstoles estaban bebidos, ni que el juez Festo tomase a San Pablo por un orate.

Pero ya que me he vestido con la piel del león, quiero demostrar que la perfección cristiana, que con tal vehemencia se desea, y se adquiere a costa de tantos sacrificios, no es más que una especie de locura y de estulticia; y os ruego que no veais en mis palabras ánimo alguno de ofender, y que atendáis más bien a la idea que encierran.

Los cristianos convienen poco más o menos con los platónicos en afirmar que el alma está como sumergida en el cuerpo y sujeta por sus vínculos, y así, embarazada con la materia, no ie es posible contemplar la verdad ni deleitarse en ella. Esta es la razón que tuvieron aquellos filósofos para definir la Fi

losofía como «una meditación de la muerte», puesto que la meditación separa la mente de las cosas visibles y corpóreas, que es el efecto mismo que el morir produce. De aquí que en tanto se diga del espíritu que está sano, en cuanto que se sirve adecuadamente de los órganos del cuerpo; mas cuando rotos los lazos que a él le ligan intenta buscar su libertad, cual si quisiera fugarse de la prisión en que yace, entonces se dice que ha enloquecido, y lo mismo sucede cuando sobreviene una enfermedad o defecto de los órganos, caso que el sentir general estima como locura. Y, no obstante, en tal situación se encuentran esos hombres a quienes vemos pronosticar el porvenir, conocer lenguas y ciencias que nunca aprendieron, y de los que se diría que llevan en sí algo de divino, siendo indudable que esta es la causa de que el espíritu, en el instante en que se liberta algún tanto de su comunicación con el cuerpo, comience a mostrarse con su natural vigor, y aun lo es también, a mi juicio, de que una cosa semejante les pase a algunos moribundos, cuyas palabras parecen dictadas por no sé qué inspiración prodigiosa. Lo propio se observa en la práctica asidua de la devoción, pues, aunque quizá no sea originada por la misma especie de demencia, guarda, sin embargo, con ella tanta analogía, que la mayor parte de las

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