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del que besa tiernamente las pecas de suamiga, o la del que se extasía con la voz gangosa de su Inés, o la del padre que asegura que su hijo tiene no más que un pequeño estrabismo, cuando es completamente bizco de los dos ojos? Llámeselos estultos a boca llena; pero no se niegue que sólo la estulticia une y conserva las amistades,

et jungit junctos et servat amicos.

Excusado es notar que me refiero a la generalidad de los hombres, entre los cuales, por no haber ninguno sin defectos, repútase por mejor a aquel que tiene menos, pues en los sabios, gente endiosada, o no arraiga la amistad, o se da tétrica y ruda, y aun así, solamente la conceden en casos contadísimos, por no decir que en ninguno. De aquí que, como la mayor parte de los mortales han perdido el sentido, o, hablando más propiamente, como no hay ninguno que no haga mil extravagancias, y la amistad sólo se entabla entre los que se asemejan, resulta que, aun suponiendo que en aquellos austeros varones naciese un afecto mutuo, jamás sería constante ni duradero, ni podría serlo tratándose de esos enojosos espías que andan siempre acechando las faltas de los demás tan arteramente como el águila o como la serpiente de Epidauro, aunque, por otra parte, sean de

los que ven la paja en el ojo ajeno y no ven la viga en el propio.

La condición humana es tal, que no se hallará nadie, sin excluir a los hombres de buen entendimiento, que deje de tener sus flaquezas; y si agregáis a esto la suma diversidad de temperamentos y de educaciones, los muchos errores, desaciertos y peligros de la vida, comprenderéis que entre aquellos Argos no sería posible la plácida amistad por más de una hora si no la mantuviese lo que los griegos llaman con tanta exactitud la falta de seso, es decir, la estulticia, o, si queréis, la indulgencia para con las debilidades del prójimo.

Pero, ¿qué más: no es Cupido, padre y autor de toda simpatía, quien, absolutamente ciego, toma lo feo por hermoso; el que hace que cada cual encuentre bello lo que ama, y el que consigue que el viejo adore a la vieja no menos que el mozo a la moza? Pues esto es lo que constantemente vemos en el mundo, y aunque el mundo lo encuentre ridículo, es innegable que a esta irrisoria ridiculez de la vida se debe la unión y la concordia social.

Lo que he dicho de la amistad, puede apli- El matrimonio. carse, con mucha mayor razón, al matrimo

nio, puesto que éste no es más que la unión de dos seres por toda la vida.

¡Oh dioses inmortales! ¡Cuántos divorcios, y aun cosas peores que el divorcio se verían a cada paso, si mis satélites la adula

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ción, la chanza, la afabilidad, el engaño y el disimulo, no viniesen, como de costumbre, a robustecer y conservar el vínculo conyugal! ¡Ah, qué pocos matrimonios habría si el novio, obrando como prudente, averiguase a qué juegos había jugado antes de casarse la delicada doncellita que parece tan recatada, y cuántos menos permanecerían unidos si no

quedasen ocultas muchas hazañas de las mujeres, gracias al descuido y a la estolidez de los esposos! Nadie duda de que todo esto es efecto de la estulticia, aunque indudable es también que a ella se debe que el marido pueda aguantar a la mujer y la mujer al marido, que ande tranquila la casa y que no se turbe la paz doméstica. La gente se ríe del infeliz que se ablanda con las lágrimas de la adúltera y le llama cornudo, consentido y no sé cuántas cosas más; pero ¿no es mejor vivir engañado, que dejarse consumir por los celos y convertirlo todo en escena de tragedia?

relaciones socia

les.

En suma; de tal modo no hay relación hu- La estulticia en las mana que pueda ser placentera ni constante sin mi auxilio, que ni el pueblo al príncipe, ni el siervo al señor, ni la sirviente a la señora, ni el discípulo al maestro, ni el amigo al amigo, ni el marido a la mujer, ni el inquilino al casero, ni el camarada al camarada, ni el convidado al anfitrión les sufrirían un solo instante si recíprocamente no fingiesen, ni se adulasen, ni hiciesen la vista gorda con exquisita prudencia, ni se untasen con la miel de la estulticia.

Bien comprendo que todo esto lo juzgáis extraordinario; pero vais a oír algo más extraordinario todavía.

Alabanza del amor

propio.

Pregunto: ¿puede, por ventura, amar a alguien aquel que a sí mismo se aborrezca? ¿Es posible, acaso, que esté de acuerdo con otro, quien no lo esté consigo? ¿Puede agradar a los demás el que para sí sea molesto e insoportable? Creo que no habrá quien conteste afirmativamente, como no sea más estulto que la estulticia, y aun añado que si prescindieseis de mí, de tal manera nadie podría soportar a otro, que cada cual se apestaría a sí propio, de sí propio sentiría asco y a sí propio se odiaría. La Naturaleza, que no pocas veces más bien que madre es madrastra, se ha complacido en atormentar a los hombres (especialmente a los poco avisados), inspirándoles el afán de despreciar lo suyo y admirar lo ajeno, causa de que todas las felices disposiciones, todos los primores y todas las gracias de la vida se malogren y perezcan. ¿De qué valdría la belleza, don principal de los dioses inmortales, si se contaminase con la mancha de la afectación?; ¿de qué la juventud, si la corrompiese la levadura de la tristeza senil?; y puesto que la belleza debe ser reputada, no sólo como el principio esencial del Arte, sino también de todos nuestros actos, ¿qué es lo que el hombre lograría realizar bellamente, ya para sí, ya para los demás, si no le tendiese su mano el amor propio, es decir, Filaucia, que es mi hermana y

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