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mi alter ego, puesto que con tan acabada perfección me suple en todas partes? ¿Hay algo que sea más estulto que la complacencia y la admiración de sí mismo?; y, sin embar

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go, ¿qué es lo que podría hacer con gentileza, con gracia y con dignidad aquel que no estuviese satisfecho de sí? Quitad esta sal de la vida, y al punto el orador languidecerá en su acción; el músico no conseguirá emocionar a nadie con sus cadencias; el cómico, con todo su dominio escénico, será silbado; el poeta y sus Musas, objeto de irrisión; el pintor y su arte, desdeñados; el médico, con todas sus drogas, se morirá de hambre, y, en

La estulticia como

fin, veremos convertidos al hermoso Nireo en
el feísimo Tersites; al rejuvenecido Faón, en
el anciano Néstor; a Minerva, en cerdo; al
locuaz, en balbuciente, y al cortés, en grose-
ro. ¡Tan necesario es que cada cual se lison-
jee a sí mismo y se procure su estimación an-
tes de buscar el aprecio de los demás! Por
otra parte, como la primera condición de la
felicidad es que cada uno esté contento de ser
lo
que es, no cabe duda de que para ello da
Filaucia grandes facilidades y abrevia el ca-
mino, pues consigue que nadie tenga queja
de la propia hermosura, ni de su ingenio, ni
de su progenie, ni de su estado, ni de su con-
ducta, ni de su patria, hasta el extremo de
que el irlandés no se cambiaría por el italia-
no, i el tracio por el ateniense, ni el escita
por el nacido en las Islas Afortunadas. Y, joh
prodigiosa solicitud de la Naturaleza, que en
tanta variedad de cosas todo lo iguala!; cuan-
do a un mortal le niega alguno de sus favo-
res, a ese precisamente le concede Filaucia
alguna mayor parte de los suyos..., aunque,
en verdad, que al hablar así, hablo como es-
tulta, ya que los dones de Filaucia son los
más egregios que se acierta a apetecer.

No hay que decir tampoco que no sería pocausa de la guerra sible ninguna magna empresa sin la acción

de mi estímulo, ni se hallará ninguna excelente perfección de la que yo no sea el artífice.

¿No es la guerra el germen y la fuente de todos los hechos memorables? ¿Y qué hay más estulto que empeñarse en una de esas contiendas cuyas causas se desconocen siempre, que siempre también acarrean para una y otra parte mayor perjuicio que utilidad, y en las que los que sucumben, como antes se decía de los megarienses, nada significan? Ahora bien; cuando ya se disponen los armados ejércitos y resuena el ronco estridor de los clarines,

rauco creperunt cornua cantu,

¿de qué servirían esos sabios consumidos por el estudio, cuya sangre, débil y helada, apenas puede sostener su espíritu? Gordos y bien cebados son los que en tales momentos hacen falta, es decir, los que tengan más audacia y menos inteligencia, a no ser que se prefieran guerreros como Demóstenes, quien siguiendo el ejemplo de Arquiloco, así que se vió frente al enemigo, tiró el escudo y huyó, mostrándose tan cobarde soldado como famoso orador. Mas el entendimiento-se diráes de gran importancia en la guerra; indudablemente, y así lo reconozco; pero es en el general, y el entendimiento que en éste se

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requiere es el militar y no el filosófico. Por lo demás, los truhanes, los alcahuetes, los ladrones, los asesinos, los villanos, los imbéciles, los petardistas y otras gentes de baja estofa, son los que llevan a término empresas tan preclaras, pero no las lumbreras del saber.

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De cuán inútiles sean los sabios para todos los menesteres de la vida, puede servir de ejemplo el mismo Sócrates, juzgado (aunque con poco acierto) como sabio único por el oráculo apolíneo, y el cual, intentando tratar en público de no sé qué asunto, tuvo que retirarse más que de paso en medio de la general rechifla del auditorio. Verdad es que este varón no había perdido el seso completamente, porque nunca quiso admitir para sí el nombre de sabio, que sólo a Dios reconoció, y porque estimaba ser de cuerdos abstenerse de intervenir en la cosa pública, aunque hubiera hecho muchísimo mejor en recomendar que modere cuanto pueda sus deseos de saber el que aspire a vivir entre los hombres. ¿Qué fué, sino su sabiduría, lo que le llevó a ser víctima de una acusación y condenado a beber la cicuta? Mientras discurría acerca de las nubes y de las ideas, y contaba los pasos de una pulga, y se extasiaba con el zumbido de

un mosquito, no se cuidaba lo más mínimo de aquello que es realmente necesario para la vida cotidiana. Recuérdese, además, la defensa que hizo en aquella causa de pena capital su discípulo Platón, insigne abogado como hay viñas, al que los denuestos y gritos de la multitud no le consintieron pasar de la primera parte de su alegato. Y ¿qué diré de Teofrasto, que al empezar cierta arenga, enmudeció de pronto, cual si hubiese visto al lobo? Isócrates era de tal timidez, que jamás se atrevió a chistar en público. Marco Tulio, el príncipe de la romana elocuencia, cuando comenzaba sus discursos, echábase a temblar de un modo ridículo y balbucía como un niño, y por más que diga Fabio que esta circunstancia era muestra de la gran cordura del orador y de su conciencia del peligro que corría, no es posible decir tal sin reconocer al mismo tiempo que la sabiduría es un obstáculo para hacer las cosas con perfección. ¿Cómo se las hubieran arreglado los citados sabios de haberse visto en el trance de combatir con las armas, si se morían de miedo cuando tenían que combatir con meras palabras? A pesar de ello, ensálzase hasta lo sumo la famosa sentencia de Platón, que dice que << serían felices los Estados si gobernasen los filósofos o filosofasen los que gobiernan», cuando, más bien, si consultáis las historias, os convenceréis de

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