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que nunca ha habido gobiernos más funestos para las naciones que aquellos en que se ha ingerido algún filosofastro o algún aficionado a las Letras, de lo cual son suficiente testimonio los Catones, el uno, perturbando la paz de la república con insensatas denuncias, y el otro, echando por tierra hasta los cimientos de la libertad de Roma a fuerza de reclamarla con exceso de sabiduría. Sumad a éstos los Brutos, los Casios, los Gracos y hasta al mismo Cicerón, que no fué menos pernicioso para el pueblo romano que Demóstenes para el ateniense. Marco Antonino (M. Aurelio), aun concediendo que fuese buen emperador (cosa que no es del todo incontestable), dejó un nombre antipático y odioso à los romanos por haber sido filósofo tan consumado; pero aun concediendo, repito, que fuese bueno, es indudable que la gobernación de su hijo resultó tan desastrosa para Roma, cuanto saludable había sido la del padre; porque es de notar que estos hombres que se imponen la tarea de adquirir la sabiduría, siendo infelicísimos en todo, lo son singularmente, y con harta frecuencia, en la procreación de sus hijos, fenómeno que, a mi juicio, se debe a que la previsora Naturaleza procura que el mal de la sabiduría no cunda indefinidamente entre los mortales; por eso, el hijo de Cicerón era un memo, como es no

torio, y los del sabio Sócrates salieron más a la madre que al padre, según ha escrito fundadamente cierto autor, lo cual vale tanto como decir que fueron estultos.

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Pudiera, sin embargo, tolerarse que gobernasen los sabios, aun cuando ejerciendo las públicas funciones nos hiciesen el efecto de asnos tocando la lira, si en los restantes ne-i gocios mostraran singular maestría; pero llevad un sabio a un convite, y es seguro que aguará la fiesta con su melancólico silencio o con las impertinentes cuestioncillas que suscite; llevadlo a un baile, y creeréis ver saltar a un camello; llevadlo a un espectáculo, y

sólo mirarle a la cara bastará para que nadie logre ya divertirse y se piense en pedir al Catón que se largue con viento fresco del local, ya que no pueda desarrugar el entrecejo; en las conversaciones, caerá de improviso como el lobo de la fábula; si se trata de compras, de convenios, en una palabra, de alguna de esas cosas de las que no puede prescindirse en la vida diaria, diríais que el famoso sabio es un leño más bien que un hombre, y, por tanto, como es del todo negado para los negocios ordinarios y discrepa de tal suerte del común sentir y de las costumbres generales, resulta absolutamente inútil para sí, para los suyos y para la patria, lo cual nos explica también que, existiendo entre él y los demás tan enorme diferencia de hábitos y de inclinaciones, sea inevitable que se capte la tirria universal.

Así, pues, como nada hay en el mundo que no esté lleno de estulticia y hecho por los estultos y para los estultos, yo aconsejaría a aquel que pretenda ir contra la corriente, que imitando a Timón, se vaya a un desierto, donde a sus anchas podrá refocilarse con su sabiduría.

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Importancia politica

de la estulticia.

Mas, volviendo a mi propósito, ¿cuál fué el poder que llevó a los salvajes, rudos e ig

norantes, a reunirse en sociedad, sino la adulación? No otra cosa significan las simbólicas cítaras de Anfión y de Orfeo. ¿Qué fué lo que devolvió la concordia a la plebe romana cuando ya estaba próxima a sucumbir?; ¿acaso un discurso filosófico?; nada de eso; sino el pueril y ridículo apólogo del vientre y de las demás partes del cuerpo, de análoga virtud que el otro de Temistocles titulado La Zorra y el Erizo. Ninguna profunda disertación conseguiría producir un efecto semejante al que produjo aquella superchería de la cierva de Sertorio, o la de los dos perros de Licurgo, o la de las colas de los caballos del

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mismo Sertorio, y conste que prescindo ahora de Minos y de Numa, por cuyas fabulosas patrañas se gobernó la estúpida multitud, para decir tan sólo que tales son las neceda

des que exaltan a esa monstruosa y temible bestia que llamamos pueblo.

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Pero, además: ¿qué Estados quisieron adoptar alguna vez las leyes de Platón o de Aristóteles o las máximas de Sócrates? ¿Qué fué lo que movió a los Decios a sacrificar su vida a los dioses manes y lo que condujo a Quinto Curcio a arrojarse al abismo, sino la gloria vana, esa dulcísima sirena tan extraordinariamente vilipendiada por los sabios. Porque ellos os dicen que nada hay más necio que un candidato a quien vemos lisonjear al pueblo para pedirle sus votos; comprar con largueza sus favores; andar a caza de los

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