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aplausos de los tontos; complacerse con las aclamaciones; ser llevado en triunfo como una bandera, y ponerse en el foro, como una estatua, a la contemplación de las gentes. Agregad a esto continúan-la adopción de nombres y sobrenombres; los títulos honoríficos que ostentan esos mentecatos; los públicos honores, que equiparan a los dioses aun a los que son infames tiranos, y dígase si todo ello no es rematadamente estulto, hasta el punto de que para reírse de ello no bastaría un solo Demócrito. Mas yo contesto: ¿y quién lo niega?; pero, a pesar de ser así, ese es el manantial de donde nacieron las empresas más hazañosas de los héroes, en las que han empleado los literatos tanto ingenio para ponerlas en los cuernos de la luna, y esta estulticia es la que engendra las naciones, la que conserva los imperios, las magistraturas, la religión, los consejos y la justicia, porque la vida humana no es absolutamente nada más que un juego de locos.

Y fijándonos en las artes, ¿qué es sino la Las artes. sed de gloria, lo que mueve al humano espíritu a cultivar tales disciplinas, reputadas como excelsas, y a transmitir a la posteridad el fruto de sus trabajos? De tantos desvelos y fatigas, creyéronse resarcidos algunos hom

bres verdaderamente necios, alcanzando no sé qué fama, que es la cosa más huera que puede haber en el mundo, y, sin embargo, a esta necedad debéis precisamente una de las mayores y más dulces ventajas de la vida, cual es la de aprovecharse de la locura de los demás.

La verdadera prudencia se debe a la

Estulticia.

Después de haber reclamado para mí las excelencias del valor y del ingenio, ¿qué diríais si reclamase también las de la prudencia? Alguno pensará que esto es tan imposible cual mezclar el agua con el fuego, pero, no obstante, espero salir con mi propósito si, como hasta aquí, me favorecéis con vuestra benévola atención.

Comienzo, pues. Si la prudencia radica en el uso que se haga de las cosas, ¿a quién con más propiedad debe aplicarse el nombre de prudente: al sabio, que en parte por vergüenza, en parte por apocamiento de ánimo, es incapaz de realizar ningún hecho de importancia, o al estulto, a quien ni la vergüenza, de la que carece, ni el miedo al peligro, que nunca se para a considerar, le hacen que ante nada retroceda? Refúgiase el sabio en sus librotes vetustos, de los que no saca más que un mero artificio de palabras, mientras que el estulto, arrostrando cuerpo a cuerpo las co

sas más arduas, adquiere, a mi juicio, la prudencia verdadera. Homero, aunque ciego, vió esta cuestión del mismo modo, al decir que los hechos hasta los estultos los entienden.

Dos obstáculos hay, principalmente, que dificultan el conocimiento: la vergüenza, que en gran manera eclipsa la inteligencia, y el miedo, que, presentando el peligro, disuade de acometer las empresas insignes. De una y de otro libra a maravilla la estulticia; pero son pocos los hombres que tienen conciencia de las múltiples utilidades y ventajas que se logran no sintiendo jamás ni vergüenza ni temor de nada; y si se entendiese que es preferible adquirir aquella prudencia que consiste en el examen reflexivo, os ruego que me oigáis cuán lejos están de ella los que de esta suerte pretenden ganar nombre de prudentes.

Es indudable que en todo lo humano, como en los Silenos de Alcibiades, hay dos aspectos muy diferentes entre sí, de tal modo, que el exterior de ellos es la imagen de la muerte, y el interior, la imagen de la vida. Si abrieseis una de esas estatuas, veríais que lo que parecía muerte, es vida; lo feo, hermoso; lo miserable, rico; lo infame, glorioso; la ignorancia, sabiduría; lo débil, fuerte; lo plebeyo, noble; lo triste, alegre; lo adverso, próspero; el odio, amistad; lo dañoso, saludable; en suma, no habría nada que al punto

no lo vieseis trocado en lo contrario. Pero si esto se os antoja quizá demasiado filosófico, voy a hablaros más a la pata la llana, como se dice vulgarmente, y a poner mis palabras al alcance de todos.

¿Quién no creerá que un rey es un hombre opulento y poderoso? Y, sin embargo, si no posee un alma dispuesta para el bien ni halla nada con qué saciar su ambición, puede considerársele como un pobre de solemnidad, y aun como un vil siervo si, por añadidura, está dominado por los vicios. Lo mismo pudiéramos decir en otros muchos casos, pero basta para mi objeto el ejemplo que acabo de presentar. Y ¿a qué viene esto?-se preguntará. Escuchad la enseñanza que deduzco de ello.

Si estando un cómico representando su papel, se le ocurriese quitarse la máscara escénica y mostrar a los espectadores su rostro verdadero, ¿no trastornaría la comedia y se haría merecedor de que el público le arrojase a pedradas del teatro como a un loco de atar? Claro que sí, porque se cambiaría de improviso el orden de las cosas, y descubriríamos que quien parecía mujer, era un hombre; que el que aparentaba ser joven, mudábase de pronto en un anciano; que el que poco antes era rey, se convertía en un esclavo, y que el que hacía un instante era un dios, transformábase en un pelagatos despreciable. Que

rer deshacer estas apariencias, es perturbar toda la acción dramática, porque, precisamen te, la ficción y el engaño son los que mantienen la atención de los espectadores. Ahora bien; la vida de los mortales, ¿qué es sino una comedia como otra cualquiera, en la que unos y otros salen cubiertos con las carátulas a representar sus papeles respectivos, hasta que el director de escena les manda retirarse de las tablas? En el mundo, como en el tea

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tro, acontece con frecuencia que un mismo actor se disfraza con diversos trajes, y así, al que no ha mucho vimos vestir la púrpura de rey, vémosle ahora cubierto con los andrajos

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